Si la renta nacional se hubiese repartido mejor, con beneficios más bajos y salarios más altos, la economía habría sido más estable. Si las fortunas dedicadas a la especulación se hubiesen distribuido, en forma de precios más bajos o salarios más altos, habríamos podido evitar o por lo menos atenuar la crisis.
Así diagnosticaba M. S. Eccles, presidente de la Reserva Federal de EEUU entre 1934 y 1948, las causas de la crisis de 1929 y la gran depresión que la siguió. Pero se puede decir lo mismo de la actual crisis, que también tiene su origen en un mal reparto de la renta, en el crecimiento de las desigualdades en el interior de los países desarrollados y en la supremacía de la especulación financiera sobre la economía real.
La crisis que sufrimos, global, sistémica, es en buena medida la crisis de un modelo basado en el crecimiento de las desigualdades. Demasiados beneficios y salarios extravagantes para algunos acumulan un capital que alimenta la especulación bursátil y el apalancamiento cada vez más arriesgado. Salarios demasiado bajos y empobrecimiento de las clases medias impulsan un consumo a crédito hasta la explosión de las deudas, en vez de que una demanda socialmente extendida y económicamente solvente justifique la inversión en nuevas capacidades de producción real.
Todos los datos reflejan el retroceso de los salarios en el reparto de la renta desde principios de los 80, y el aumento de la tasa de beneficio. Han resistido mejor los países con sistemas de protección social desarrollados, y peor EEUU, donde el decil superior ha pasado de recibir el 27% al 55% de la renta. A principios de los 70, el director de General Motors, empresa de referencia de la época, ganaba 88 veces el salario medio de sus trabajadores: 40.000 dólares en dólares constantes. El director de la empresa de referencia actual, la cadena Wal Mart, gana 1.300 veces el salario medio, que hoy no llega a 20.000.Y no olvidemos que esta crisis es, sobre todo y en su origen, una historia norteamericana.
La liberalización financiera modificó el gobierno de las empresas y consagró la preponderancia del accionista con exigencias de rentabilidad del 15% que solo podían obtenerse con la compresión salarial. La emergencia de economías exportadoras de la talla de un continente creó un mercado de trabajo mucho más amplio con un exceso global de mano de obra, un aumento de la competencia en el mercado de bienes, una mayor exigencia de rentabilidad del capital bajo la amenaza de deslocalizaciones y una fuerte presión a la baja sobre las rentas salariales.
Se rompió así el compromiso entre el capital y el trabajo, construido en la posguerra. La evolución de los salarios reales se desconectó de la productividad, generando una verdadera deflación salarial. Esta transformación en el reparto de la renta implicaba cambiar la regulación macroeconómica del crecimiento. El consumo se desconectó de la renta y desarrolló el crédito, que se convirtió en el gran estimulador de la demanda. Las empresas, para aumentar el valor para el accionista, sustituyeron capital por endeudamiento, cuando no se lanzaron a operaciones corporativas fuertemente apalancadas, dando como garantía el valor de lo que se compraba. En España sabemos mucho de eso: algunos de sus protagonistas han generado fortunas y otros han acabado, o acabarán, muy mal.
El resultado ha sido un espectacular crecimiento del endeudamiento privado, de familias y empresas, y una caída de la tasa de ahorro. En España, especialmente: en el 2006, la deuda de familias y empresas no financieras era el 188% del PIB, tasa solo equivalente a la del Reino Unido, pero el 50% mayor que la de Alemania y Francia. Con razón se dice que el modelo del crecimiento estadounidense, basado en el consumo financiado a crédito y en la burbuja especulativa del sector inmobiliario, ha tenido en Europa dos buenos alumnos: España y el Reino Unido. Mientras todos estábamos tan contentos con la reducción del déficit y el endeudamiento público, el sector privado acumulaba una montaña de deudas financiadas con ahorro externo.
Las crisis que fue provocando la tendencia a aumentar el endeudamiento, fueron sofocadas por los bancos centrales, sobre todo la Reserva Federal, bajando los tipos de interés, es decir, acelerando el endeudamiento. Y la innovación financiera permitió a los bancos transferir el riesgo y, por lo tanto, valorarlo con menos rigor, liberando capital para seguir dando más crédito.
Ahora el exceso del endeudamiento obliga inevitablemente a su reducción, y la recesión se alimenta con la interacción de la caída de las rentas y del crédito. Solo el Estado puede tomar el relevo para mantener la actividad, y una nueva reglamentación financiera es indispensable para evitar nuevos excesos. En eso estamos.
Pero no será suficiente para generar un crecimiento estable. Si el endeudamiento no puede ya dopar el crecimiento con el consumo a crédito, hará falta que las rentas salariales vuelvan a crecer de acuerdo con la productividad. Esa es una condición necesaria del éxito de cualquier plan de relanzamiento. Y que los sistemas fiscales vuelvan a redistribuir la renta corrigiendo la desfiscalización del capital, que se ha acelerado en los últimos años, también en España.
¿Cómo hacerlo? Empezando por acabar con los paraísos fiscales, como parece que por fin han comprendido los gobiernos europeos. Sin ello no hay regulación financiera que funcione ni distribución de la renta que nos permita salir de esta crisis de la desigualdad.
Una crisis de desigualdad
elperiodico.com
26.02.09
Josep Borrell
Presidente de la
Comisión de Desarrollo
del Parlamento Europeo
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